El pistolero Maicol Poblete, ojos verdes y aproximadamente 30 años, siempre va acompañado de cuatro comparsas, entre ellos, el famoso Chano Maricón. Con su bando, el bandido circula por la zona plana de la ciudad de Valparaíso, más precisamente por el entorno de la aduana y la Iglesia la Matriz, aterrorizando moradores y pasajeros. Dicen que robó un camión de gas en el Camino Cintura, además de otros tantos delitos violentos. Por lo que cuentan, el historial del delincuente es extenso. Nadie sabe ciertamente si lo detuvieron en el pasado, pero la denuncia anónima que recibimos en un papelito escrito por manos nerviosas con bolígrafo azul era una señal evidente para que lo capturen de una vez.
Cuando sucedió el robo, los insultos salieron en todos los idiomas, pero nadie interceptó al Poblete ni a su pandilla, que rápidamente se dispersó entre la multitud que transitaba por la calle Cochrane a las tres de la tarde. Comerciantes observaron atónitos de ventanas y aceras, murmurando en silencio "allí va otra víctima más del cabrón, hijoeputa, conchatumadre". El mal parido corrió justo lo necesario para subir la calle Cajilla y perderse por los meandros de su barrio, próximo a la comisaría de investigaciones, la llamada PDI.
Justo en esta jefatura, el policía que registró lo ocurrido y recibió dos días más tarde la acusación sin remitente, también se apellida Poblete. El cual, cuando no está en su traje negro despachando en el interior de la oficina, va por las calles usando un uniforme de camuflaje montado en una moto blanca y verde, en versión guerrillera de funcionario burócrata. Delante del papel amasado, se limitó a esbozar una sonrisa condescendiente, ambigua, sin indicar ningún espanto, porque además de conocer a la cuadrilla, sabe el sitio exacto donde se esconde. Y si acaso no esté mancomunado con ellos, podrá incluso hacer una búsqueda en el lugar por los bienes hurtados, dándoles una paliza para descubrir el paradero final de la cámara fotográfica.
Tras lo ocurrido, carros policiales de distintos portes se anunciaron en todos los rincones de la plaza, pero se callaron al sonido de la sirena de un barco que atracaba en el puerto al caer de la tarde. Es casi imposible no detenerse frente a estos ronquidos periódicos, mucho más poderosos que las campanillas de la iglesia, pero no menos ensordecedores que el canto de las gaviotas que, siempre en bando, estremecen lo que hay en medio. Pasado el tumulto, sólo silbatos y alarmas de coches se oían, mientras Poblete desaparecía por los confines de la ciudad.
Sin grandes novedades sobre el caso, algunos habitantes se reunieron en la plaza para comentar el tema, todos anónimos hablando en código. Un bautismo se celebraba en la iglesia, entre familiares y fotografías, la paz parecía reinar hasta que otra mujer fuera atacada por colegas de Poblete y Chano. Muchos corrieron por la calle de la Matriz en vano.
De ahora en adelante, todos los que pasan por la calle Santo Domingo nos parecen sospechosos. Se busca un infractor que no teme la ley ni la lengua afilada de sus vecinos. El ciudadano se olvida de que vive en una comunidad latinoamericana, seguidora de las telenovelas y de los finales felices, en un barrio donde la iglesia alimenta a sus fieles menos favorecidos y los perros toman sol diariamente en la plaza pública. Si a los ojos de Dios somos todos iguales, a los ojos del hermano Poblete es el demonio.
La caza al bandido empieza en la Matriz y sigue en dirección a Viña del Mar. La velocidad de la fuga contrasta con el ritmo pacato de la ciudad, en particular con el tren más lento del mundo, aparcado en el Paseo Weelright, un poco después del Muelle Barón. De lejos se avista lo que queda de los vagones abandonados, chatarras carcomidas por el aire del mar. Allí se encuentran historias de todos los tipos, desde los viajeros que pasaron, hasta los muertos que aun se homenajean con animitas floridas. Retratos 3x4 de personajes incógnitos con rostros desconocidos adornan paredes y ganan títulos y frases de amor. Incluso algún pariente de Poblete podría figurar en aquél mosaico de fantasmas anónimos.
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Encontré el tren más lento del mundo cuando trotaba por el Paseo Weelright en la tarde del domingo 22 de julio. De lo que parecía una pesadilla, entre graffiti y cristales rotos, se oía Clair de Lune, de Debussy. Una placa anunciaba la venta de café y té, con lo cual me animé a subir las escaleras oxidadas. De arriba se veía, se oía y se sentía el mar por todas las ventanas, mientras pasaba veloz el ferrocarril que sigue funcionando rumbo a Limache. En un rincón iluminado por el sol filtrado por cortinas rojas, notas musicales salían de un piano vertical alemán por las manos de un filósofo colombiano. No sorprende la internacionalidad del momento considerando un convoy tumbado delante de uno de los puertos más importantes de la historia de la América del Sur. El tren es el más lento del mundo porque está anclado en el tiempo. Al embarcar, fui transportada a un pasado imposible de localizar, en suspensión, distanciándome casi que de inmediato de la realidad en que estaba inmersa. El hechizo era de un tamaño que no percibí que se hacía de noche y que otros curiosos también se habían acercado. Sólo me enteré cuando el piano se calló.
Un chileno de descendencia Vasca, Carlos Albarracín, vive en el tren y ofrece clases de música, allí mismo, en la ferrovía frente al mar, inmerso en todas las historias que allí tuvieron lugar. El único piano con que tuve contacto en la vida fue el de mi padre, que también se llamaba Carlos y convivía entre pescadores. Nunca aprendí a tocar el instrumento, pero en aquél vagón, sin referencia clara del tiempo local y protegida de los criminales que me afligían, empecé a tocar. En el piano, que en italiano significa "suave", los recuerdos brotaban como un torbellino y las imágenes me chorreaban por los dedos incapaces de reproducirlas fielmente. Sin la métrica correcta, no me importaba cumplir la acción, pero perdurar el gesto, el aprendizaje poco didáctico conducido por un señor de nombre Carlos, que poco a poco me introdujo una nueva posibilidad de vivir Valparaíso.
De la rutina hice un ritual, de caminatas extensas por el muelle, recorriendo día tras día un mismo camino con olor a pescado y canto de gaviota, que de ensordecedor se hizo melódico. Centenas de pasos en silencio para dejarme arrebatar por la experiencia en una continua contemplación de un paisaje repetido que permite admirar lo cotidiano como extraordinario. Pero el transcurso de la práctica musical carecía de sensibilidad semejante a la que me llevaba al piano diariamente. Faltaba disciplina y entendimiento entre las partes. El instrumento se quedó corto y congelado, anunciando la lluvia y actualizando el tiempo, de modo que todo se reasentó en su sitio de origen sin más disparates. De alguna manera, cerraron las cortinas del convoy y prendieron las luces para que yo pudiera bajar.
Cuando se terminó el temporal, sentí un enorme vacío por reconocer la pérdida. Mis cuentos se sumaron a tantos otros olvidados en el tren y no más me pertenecían. Sin embargo me di cuenta de que los acordes no eran sólo melancolía y que con ellos podría inventar y volver a contar historias con notas que no requieren traducción. Conseguí registrar imágenes aún sin hacerlo visualmente. Si me robaron un ojo, me dejaron los oídos. Y con esta percepción, la práctica ganó fuerza una vez más, sin grandes devaneos o atmósferas oníricas, extendiéndose por las mismas calles donde me había perdido en el inicio del viaje.
En cada cruce de Valparaíso encontré tonos, desde el popular hasta el erudito, en voces, alto-parlantes, pregoneros e instrumentos de todos los tipos, provenientes de distintas partes del mundo, que llegaron hasta aquí por las manos de residentes y turistas, modificando por completo el paisaje urbano. Mariposa y Alejandro, Milca y Mauro, Fernando y Soledad, Gonzalo y Juan Carlos, Jorge y Claudio, Mati y Nico, Pablo y Carlos, Rosario y Daniel son sólo algunos de los muchos personajes que constituyen el extenso mapa sonoro que ilustra e indica caminos en la ciudad.
De los músicos que conocí, me acerqué especialmente con Catalina Jiménez Torres, pianista de personalidad impar, que jamás podría describir en la bidimensionalidad de una fotografía. Nos conocimos en el Café Paseo, en la Plaza Aníbal Pinto. Entre un té, una cerveza y algunos cigarrillos, hablamos de nuestras vidas lo suficiente para que yo confiara en ella como comparsa en la meta de aprender a tocar el piano en un mes. Fue Catalina quien me enseñó, sin paternalismos, a apoderarme del instrumento, hacerlo mío, sentirlo, tocarlo. Dejé el universo colorido del arte visual para meterme en un mundo de teclas blancas y negras donde ya no más podía controlar el tiempo, pero obedecer lo que me era determinado. Con las manos tensas y tímidas, aprendí a relajar para que los dedos fluyeran con destreza, adquiriendo la firmeza característica para el sonar de las notas.
Poco a poco, entre caminadas y encuentros, empecé a coleccionar paisajes y retratos a través del sonido. Grabé el ruido de las calles y pedí a los músicos que me compusiesen cinco segundos en compases de cuatro cuartos para que yo pudiera tocar. Como en un juego que aquí llaman el luche, fui recolectando a cada paso un fragmento que, cuando estuvieran reunidos en una sola partitura, representarían una de las muchas posibles lecturas de Valparaíso.
En la dinámica de ser guiada por la sonoridad de los habitantes de la ciudad, conocí a todo tipo de personas, lugares, historias y nostalgias. Estos registros, cuando fueron transcritos a la música, se distanciaron de los pormenores subjetivos de los resentidos, positivistas, de izquierdas y derechas, manteniendo la imagen descriptiva del instante en que fueron grabados. Una vez, en la esquina de Templeman y Almirante Montt, fui obligada a disminuir el paso y girar el cuello porque Claudio tocaba un organillo con su loro Pepe, desacelerándome y permitiéndome distinguir el rostro de las personas que estaban al rededor. En otra ocasión, por la ventana de casa, vi a Jorge tocar el violín en su salón que queda a tan sólo 5 metros del mío. En todos los casos, la música proporcionó la percepción visual del momento, reviviéndolo siempre que suena. La canción estimuló los sentidos, disfrazó la vergüenza y promovió la reunión entre desconocidos. El sonido antecede el encuentro y hace que permanezca la imagen.
Con la transferencia de visualidad a sonido creé El luche, una obra compuesta no sólo por timbres, sino también por la ausencia de los mismos, por silencios y por tantas notas prometidas y que ni siquiera fueron escritas. En ella se encuentran personas y hogares que conocí, entre amigos y amores, fracasos y alegrías, mirantes y paisajes, reunidos en fragmentos disonantes, que no respetan la lógica harmónica de una canción, en pulsos variados dispuestos lado a lado, privilegiando el orden del recuerdo para contarme de nuevo las experiencias que he tenido en esta ciudad. Los aportes se organizan prácticamente solos, evidenciando rupturas y encadenamientos felices en el encuentro de las notas. Cada grupo de compases me lleva al día en que conocí aquél que suena en el piano. Con la colaboración de Catalina, existe hoy una partitura producida en Valparaíso que puede ser tocada en cualquier momento, por cualquiera, en cualquier parte del mundo, y que se queda como el único testimonio físico del proyecto además de estas palabras.
Componer una partitura reuniendo imágenes es como juntar partes de una historia inacabada, imposible de ser reconstituida linealmente. Como en el luche, de casa en casa se tira una piedrecita para llegar al cielo, sabiendo que es necesario volver para recoger la misma piedrecita y seguir jugando. Tocar la obra delante del público, en un teatro con 100 años de existencia, es una manera de contar esta historia inacabada, reverberándola en su sitio de origen, para que pase también a pertenecer a la historia de la ciudad.
Me acuerdo de la melancolía al dejar el tren y reconozco el luto en aquél acto, con lo cual, felizmente, pude dar continuidad a los capítulos de este viaje, que transciende la geografía y se materializa a través de la obra.